La rivalidad entre China y Taiwán
En 2019 existen dos Chinas: una República de China y una República Popular China. Los países comúnmente conocidos como Taiwán y China llevan enfrentados desde 1949, poco después de que China dejara de tener emperador, y ambos mantienen formalmente el nombre de “China” por discrepancias sobre cuál es la verdadera heredera de la civilización milenaria.
A día de hoy podría decirse que China tiene dos capitales, Pekín y Taipéi, sin que esta afirmación sea del todo falsa. Desde 1949, año generalmente admitido como el fin de la guerra civil china, conviven una República Popular y una República a secas. Ese mismo año en el que el líder del bando comunista Mao Zedong exclamaba que “el pueblo chino se ha puesto en pie”, las tropas republicanas se refugiaban en Taiwán esperando al momento propicio para reconquistar la China continental que habían perdido en la guerra.
Ese momento nunca llegó, y durante los últimos setenta años ambos sistemas políticos —herederos, según su narrativa, de la historia, cultura y civilización chinas— han sobrevivido distantes el uno del otro. Mientras la China continental crecía hasta convertirse en una de las mayores potencias globales, Taiwán —un archipiélago compuesto por la isla de Formosa, el archipiélago de Pescadores y las islas Matsu y Kinmen— ha evolucionado de manera diferente.
Debido a su condición anticomunista en un principio y democrática después, la supervivencia de Taiwán ha dependido siempre de apoyos exteriores, pero el creciente poder de Pekín los ha ido menguando a lo largo del tiempo. Ahora, la crisis de identidad que surge al comprobar que la disputa está perdida y la amenaza constante de su poderoso vecino en el continente hacen que a Taiwán solo le queden sólo tres opciones: defender el mantenimiento del statu quo, luchar por la independencia de iure o resignarse a ser anexionada a China.
La lucha por los restos de la China imperial
La pérdida de poder de la China imperial a manos de las potencias extranjeras y la derrota frente a los japoneses en 1895 sembraron las raíces de la revolución de 1912 que se llevaría por delante al último emperador. Las guerras del Opio obligaron a China a abrir sus puertos al exterior y ceder a Gran Bretaña el enclave estratégico de Hong Kong por 99 años. La derrota ante los japoneses —además de resultar una humillación ante un rival más pequeño al que creían inferior— conllevó una cesión de territorios a Tokio, entre ellos la isla de Formosa y el resto de islas que forman Taiwán.
Todo esto se da en el siglo XIX, el siglo del nacimiento de los nacionalismos en Europa, movimientos románticos que generan la división de los pueblos mediante mitos y componentes culturales comunes como la lengua, productores de un sentimiento de comunidad exclusivo. Muchos intelectuales chinos se habían educado en Occidente y entraron en contacto con estas nuevas ideas. Uno de ellos sería la figura clave de Sun Yat-sen que, nacido en Cantón, estudió medicina moderna en el Hong Kong británico después de vivir varios años en Hawái.
La figura de Sun fue ganando popularidad y, tras el rechazo del emperador a sus propuestas para mejorar el país un año antes de la derrota ante los japoneses, fundó la Sociedad para Revivir China —germen del partido nacionalista, o Kuomintang, que Sun fundaría más tarde—, que ayudó a la propagación de las ideas revolucionarias. De esta manera, tras la decisión del emperador de nacionalizar las líneas de ferrocarril en 1911 comenzó en Sichuan la revolución de Xinhai, un movimiento que terminó con la abdicación del emperador y la inauguración de la República de China en 1912. La república se fundó bajo los “tres principios del pueblo”: nacionalismo, democracia y bienestar social, sacados del ideario de Sun Yat-sen. Además, el Estado debía ser el principal benefactor de la prosperidad de la nueva China, lo que le ayudaría a acercar posturas con el neonato Partido Comunista en los años venideros.
A pesar de la caída de la Corona, las nuevas ideas comunistas y la variedad de etnias y culturas hacían de China un país nada cohesionado que no respondía a la concepción que tenían los nacionalistas de lo que debía ser China geográficamente. Por si fuera poco, Taiwán y Manchuria pertenecían a Japón, Hong Kong era británico, Macao portugués y, en el este de China, la provincia de Shandong —entre Pekín y Shanghái— había acabado en manos alemanas tras un altercado con los bóxers. La Primera Guerra Mundial era la excusa perfecta para tratar de recuperar esos territorios y satisfacer las necesidades de seguridad de China. Para ello, el Kuomintang y el Partido Comunista debían colaborar.
En la Gran Guerra China se declaró neutral, aunque ayudó a los Aliados enviando voluntarios al frente. Japón, también en el bando de los Aliados durante la Primera Guerra Mundial, expulsó a los alemanes de Shandong y obligó a China a firmar las Veintiuna Demandas, humillantes para el Gobierno chino. Cuando terminó la guerra, Japón tuvo mayor representación en las conversaciones de paz y obtuvo más concesiones que China, y conservó el territorio de Taiwán.
La muerte de Sun Yat-sen en 1925 y la subida al poder de su sucesor Chiang Kai-shek rompieron el clima de tolerancia mutua con el Partido Comunista. Chiang estudió en Japón, lo cual contribuyó a que tuviera una opinión más amable de este país, considerado un enemigo existencial de China. En cambio, Chiang le tenía aversión a todo lo que sonara a comunismo, por lo que la tensión entre el nuevo líder del Kuomintang y el Partido Comunista no hacía más que crecer. El 12 de abril de 1927 miles de filocomunistas eran asesinados en Shanghái por mando de Chiang, provocando pocos meses más tarde la llamada a las armas liderada por Mao Zedong en lo que se llamó el alzamiento de la Cosecha de Otoño. Así comenzaba la primera guerra civil china.
Tras una década de conflicto civil se produjo una pausa: había comenzado la Segunda Guerra Mundial y Japón acechaba por el este. Aunque la temporal tregua y la unión estratégica entre comunistas y nacionalistas resultara en la derrota de Japón y la devolución de sus posesiones a China —incluyendo Taiwán—, para cuando terminó la guerra el norte de China estaba controlado por los comunistas y el sur por los nacionalistas. Ninguno de los dos bandos iba a retroceder. Así, inevitablemente las hostilidades continuaron en una segunda guerra civil hasta 1949, cuando el ejército nacionalista, tras haber perdido batallas clave, se refugió en Taiwán jurando volver al continente y reconquistar China.
Una república y una república popular
Las fuerzas nacionalistas nunca fueron capaces de salir de la isla de Formosa, pero el Ejército Rojo de Mao Zedong tampoco fue capaz de conquistarla. De esta manera, el Gobierno de la República de China que surgió tras la caída del emperador en 1912 se refugiaba en Taipéi mientras que, en el continente, se fundaba la República Popular China en 1949.
El momento de la fundación de las dos Chinas y su supervivencia —cada una considerándose a sí misma la legítima heredera del poder soberano mandarín— tiene mucho que ver con el contexto histórico. En 1945 acababa la Segunda Guerra Mundial, que fue devastadora en el Lejano Oriente. Asimismo, en 1947 comenzaba la primera fase de una Guerra Fría entre un Estados Unidos capitalista y una Unión Soviética comunista. Esa división bipolar del mundo continuaría hasta 1991.
Gracias a esto, Taiwán sobrevivió siendo legitimada y reconocida internacionalmente en las instituciones intergubernamentales. Entonces era un representante enviado desde Taipéi y no desde Pekín el que se sentaba en el asiento permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Además, en estos años Taiwán era apoyada masivamente por Estados Unidos por su posición estratégica clave para contener a la China continental, así como por su oposición al comunismo. La revista estadounidense LIFE incluso le dedicó un número a la “China libre” en 1953.
La ambición nacionalista de reconquistar el continente desde Formosa se fue debilitando a lo largo de los años, mientras la China continental se iba haciendo progresivamente más fuerte. El 25 de octubre de 1971 la Asamblea General de la ONU aprobaba la Resolución 2758 por la cual Pekín pasaba a ser el legítimo representante del pueblo chino, obligando a salir a Taiwán de las instituciones. Ocho años más tarde, Estados Unidos y China establecerían relaciones diplomáticas, y Deng Xiaoping comenzaría su programa de apertura económica para la República Popular de China. Para Taiwán terminaba así el sueño romántico de reunificar el territorio en una Gran China con las fronteras de 1945.https://e3f46ac39ab92dc42580be9600c58b96.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-38/html/container.html
La historia no olvida
Desde 1949, Taiwán ha tenido tres opciones, cada una con importantes consecuencias. En primer lugar, podía embarcarse en la reconquista de China, una opción que fue perdiendo fuerza a medida que pasaban los años y la China popular se hacía con más apoyo exterior y aumentaba su poderío económico y militar. En segundo lugar, podría optar por la independencia de iure de China y la refundación de Taiwán tras renunciar a ser la legítima China. Por último, existe la posibilidad de la incorporación del territorio a la China popular, ya sea por anexión o por una fórmula pactada como la de “un país, dos sistemas” practicada en Hong Kong y Macao.
Entre 1945 y 1996, la isla quedó bajo el mando autoritario de Chiang Kai-shek —hasta 1975— y después el de su hijo, Chiang Ching-kuo. Durante esos años, la minoría nacida en el continente gobernaba sobre los nativos taiwaneses a través del Kuomintang, el partido único. Las libertades de prensa, reunión y asociación estaban restringidas, y la censura imperaba en las publicaciones. La represión del Gobierno en incidentes como el del 28 de febrero de 1947 (conocido como “228”) le granjeó a este periodo el sobrenombre de Terror Blanco.
En 1996 se celebraron elecciones democráticas en Taiwán y, aunque ganó el Kuomintang, su candidato fue también el primero nacido en las islas. Además de haber nacido allí, Lee Teng-hui había luchado en las filas del ejército imperial japonés durante la Segunda Guerra Mundial, periodo en el cual Taiwán pertenecía a Japón. Lee también abogaba por la reunificación nacional, pero pedía la democratización de China y apuntaba que, dadas las diferencias entre Taiwán y el continente, el Estado resultante no debería ser controlado ni desde Taipéi ni desde Pekín para que un lado no absorbiese al otro, de la manera en que Alemania occidental absorbió a Alemania del este.
La diplomacia elástica de Lee abandonó formalmente la idea de la reconquista del continente y sentó las bases de la doctrina de la política interior taiwanesa: el mantenimiento del statu quo, la búsqueda o el mantenimiento de aliados exteriores de la República de China como sinónimo de supervivencia y el principio de “una sola China”.
El principio de “una sola China” —también llamado Consenso del 92— estipula que existe una sola nación china aunque no especifica cuál de las dos —Taipéi o Pekín— es la correcta. Este principio se basa en un pacto verbal clave entre ambas Chinas que serviría como fundamento de las relaciones entre ambos Estados desde entonces. El Consenso del 92 supone, por una parte, que todos aquellos países que reconozcan a Pekín como el Gobierno de China no puedan hacerlo con Taipéi y, por otra, que mientras Taiwán siga adhiriéndose al principio, la independencia real y la creación de la República de Taiwán no tendrá lugar.
El monopolio del poder del Kuomintang solo se ha roto dos veces en el Taiwán democrático. Ocurrió por primera vez en el año 2000 con Chen Shui-bian y en 2016 con Tsai Ing-wen, ambos del Partido Progresista Democrático (PPD). El año anterior a la subida al poder de Chen, el PPD firmaba una declaración en la que aseguraba que Taiwán es “un país independiente y soberano” y criticaba la defensa del principio de una sola China. Aún así, con Chen los aliados exteriores de Taiwán fueron desapareciendo. Al final de su mandato, sólo 23 países reconocían a Taiwán como la única China, número que ha ido mermando desde entonces por los esfuerzos de Pekín de aislar internacionalmente a la isla y los intentos del PPD de diferenciar a Taiwán de China, trabajando por su independencia, aunque se quede en mera retórica y en rupturas de tradiciones como el Consenso del 92. En el momento de publicar este artículo, los países que reconocen a la República de China y no a la República Popular son solo 15, dos de ellos perdidos en el último mes.
Una China en el siglo XXI
El 1 de octubre de 2019, la República Popular China soplará setenta velas. Con ello, marca un momento clave para el comunismo a nivel mundial al haber superado en longevidad a la gigantesca Unión Soviética. Aparte de ello, es difícil augurarle un final próximo a la República Popular. Sus esfuerzos por proyectar su poder a escala global, sus grandes planes comerciales y sus enfrentamientos con otros Estados revalidan a Pekín como un jugador esencial en el tablero internacional. Taiwán, mientras tanto, sigue existiendo como la República de China que no fue. Lleva tras sus espaldas el legado de una guerra civil inconclusa dado que Pekín sigue viendo a Taipéi como suya y viceversa.
No obstante, setenta años ofrecen una perspectiva muy generosa para apreciar los cambios en el comportamiento de los taiwaneses. A pesar de compartir muchos elementos culturales, la democracia y el tiempo han fraguado una fractura en la identidad de la población que cada vez se siente más exclusivamente taiwanesa que china, con todo lo que ello conlleva. Los pasos hacia la independencia también son los minutos que quedan para la desaparición de ese territorio autogobernado.
Al otro lado del estrecho, China no puede sentirse segura sin someter a Taiwán bajo su control, puesto que lo ha dibujado siempre como una parte tan suya como lo es el mismo Pekín. Para China, la reunificación no solo culminaría la victoria de la guerra civil, sino que eliminaría a un enemigo molesto asentado tan cerca de sus fronteras. Además, no controlar Taiwán le supone un obstáculo a nivel comercial, puesto que el archipiélago se encuentra entre Shanghái y Hong Kong, los puertos más importantes de China y dos de los más importantes del globo.
Dejar marchar a Taiwán también permitiría una mayor presencia de Estados Unidos en la región. Si China no puede dejar a Taiwán seguir campando a sus anchas, Estados Unidos tampoco puede permitirse abandonar a este aliado. Ya desde los años 50 y salvo puntuales momentos de acercamiento, la tensión militar en el estrecho de Taiwán ha sido constante, provocando importantes crisis en 1954, 1955 y 1958. La última de estas crisis, en 1996, casi lleva a Estados Unidos a la guerra con China. Ahora, a raíz del despegar económico de China, Taiwán ha retornado a la lista de prioridades estratégicas de Washington. La alianza con Taiwán cobra aún más relevancia teniendo en cuenta los reclamos de Pekín en el mar de la China Meridional y las ventajas que tendría el control de esta zona en términos de acceso a reservas de hidrocarburos y a las líneas de comercio.
El uso de la fuerza para tomar Taiwán le supondría a China una reprimenda internacional y traicionaría la visión de ascenso pacífico que tanto han defendido los gobernantes chinos. La medida más efectiva de momento es ahogar a Taiwán, dejarlo sin aliados y que la reunificación quede como un asunto interno al que sólo la China Popular tiene la legitimidad de responder. Gobierne el Kuomintang o el PPD en Taiwán, las reivindicaciones del siglo XXI ya no son las mismas que las de los años 50. Mientras tanto, en el mundo seguirán quedando dos Chinas.